Creo que para muchos es bastante normal aceptar (aunque sea difícil) que un día nuestra vida terminará. Tenemos una vida -sólo una- y cuando se acaba… se acaba. Y esta es la verdad: lo sepas o no, lo creas o no, o estés de acuerdo con ello o no, todos -hasta el último de nosotros- estaremos ante el Dios Santo que no puede estar en presencia del pecado. Y eso nos pone a todos en un aprieto. Porque nuestra propia naturaleza es, bueno… pecar. Somos muy dados a extraviarnos. Somos propensos a huir de Jesús, a huir de su obra amorosa y santificadora en nosotros, y a huir de la carrera que está marcada para nosotros.

Pero algunos de nosotros no huimos de él. Algunos tomamos la opción más difícil… correr hacia él. Hay quienes corren hacia el Señor. Algunos elegimos correr hacia Jesús, diciéndole todo el tiempo: “¿A quién más tengo sino a ti? ¿A dónde más puedo ir, sino a ti?”. Y voy a ser sincera contigo, esta es la opción más difícil. Correr hacia Jesús nos obliga a aceptar que la tragedia va a suceder, que el dolor es una garantía, que la carrera será rocosa, y que no todo será perfecto todo el tiempo.

Habrá temporadas de desierto, temporadas de alegría, de ruptura y de esperanza. Correr hacia Jesús nos revela nuestro propio ser. Tal vez cuando pensamos que estábamos “diciendo la verdad”, en realidad era sólo orgullo. Es posible que cuando pensamos que estamos justificados en nuestras acciones, en realidad solo estamos justificando el pecado o nos estamos precipitando. Tal vez cuando pensamos que estamos apurando a nuestros hijos por su bien, en realidad sólo estamos dejando que nuestra impaciencia supere nuestro amor.

Cuando corremos hacia Jesús, él, con suavidad y paciencia, y con tanta gracia, nos muestra los verdaderos motivos de nuestro corazón. Nos muestra la verdadera razón de nuestras acciones y cómo somos en realidad: personas pecadoras y defectuosas que necesitan desesperadamente la gracia misericordiosa de un Salvador.

¿Y cuando vivimos nuestra vida así? Pues…

La carrera vale la pena.

La ruptura vale la pena.

Las temporadas de altos y bajos, valen la pena.

La obra santificadora de Jesús en nuestra vida, en nuestra alma y en nuestro carácter, vale la pena.

La vulnerabilidad y el sentimiento de “desnudez” que viene de la confesión del pecado, vale la pena.

¿Por qué?

Porque un día, pronto, veremos su rostro. Y cuando lo hagamos, nos postraremos ante el propiciatorio de un Dios Santo y Justo. Y cuando Dios nos mire, esto es lo que tendremos que presentar por la vida que llevamos aquí en la tierra: Jesús. Que corrimos hacia Jesús. Que abrazamos todo lo que Jesús nos llamó a abrazar. Que abrazamos las heridas, los dolores, las pruebas, el quebrantamiento, la santificación, las luchas, y la parte más difícil: correr hacia Jesús (en lugar de alejarse), estropear (de nuevo), y correr de nuevo hacia Jesús.

Filipenses 3:14 dice: “Sigo adelante para llegar al final de la carrera y recibir el premio celestial al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama.”

Así que esto es todo lo que sé: que un día yo -con cada herida, cada corona, cada prueba y cada temporada- podré ponerlo todo a los pies de Jesús y decir: “Todo valió la pena, por el valor infinito de conocer a Cristo Jesús, mi Señor, y correr hacia Jesús con cada aliento.”