Me he quedado sin palabras. Parece que últimamente no hay respuestas correctas y especialmente, no hay buenas respuestas. Me faltan las palabras para orar. Me siento incapaz de expresar mis sentimientos. Y esto es muy inusual en mí. Normalmente sé lo que pienso y siento sobre cualquier tema o situación. Sin embargo, COVID-19 y su efecto en el mundo me han desconcertado.

Como comunidad global, estamos afligidos, solos, angustiados y distanciados. Muchos de nosotros estamos perdiendo nuestros trabajos, el sentido de pertenencia, e incluso nuestros seres queridos. Lo que está sucediendo actualmente no está bien. Y no es bueno. Y aunque trato de apartarme de esta dura e infeliz realidad, me doy cuenta de que no estaría dando el valor que se merecen a todas las vidas perdidas, los trabajos perdidos y los grandes  sacrificios de los profesionales de la salud. Debemos dar la relevancia que se merecen. Dejemos que tengan un papel importante y que ocupen un espacio en nosotros.

Aunque es natural para mí expresarme en un momento como éste, con el fin de calmar, incluso tratar de mejorar la situación, siento la pesada carga del guardar silencio, de quedarme quieta. De no hacer nada para cambiar o arreglar las cosas. De no modificar la circunstancia en la que todos nos encontramos, sino de aceptarla, de llorar, de afligirse, de sentir. Y dejar que Dios finalmente se encargue de solucionar, curar y tranquilizar.

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.” -Mateo 5:4

Como madre, es mi trabajo calmar a mis hijos cuando están inquietos. Es algo inherente e instintivo para mí. He tenido que luchar conmigo misma  para aceptar que debo renunciar al control y a la necesidad de solucionarlo todo. Para aceptar mi debilidad, mi falta de palabras. Para abrazar la quietud y el silencio que se me ofrece.

¿Te pareces en algo a mí? ¿Te sientes demasiado agobiado por la realidad actual y no puedes expresarlo? ¿No estás seguro de las palabras adecuadas para consolar a los que nos rodean o incluso a nosotros mismos? ¿Estás inseguro de cuál es el mejor camino a seguir en todo esto? ¿Estás asustado?

Jesús nos recuerda una  hermosa promesa hoy, que los que lloran serán consolados. Nosotros seremos consolados. Nos tranquilizaremos al aceptar y abrazar la quietud de este momento. Me gustaría compartirles el desafío que me estoy haciendo a mí misma: abrazar y aceptar la quietud. No tienes que decir las palabras correctas. No tienes que llenar este espacio con explicaciones, emociones y opiniones. No tienes que arreglarlo todo. Puedes dejarlo así. Amigos,  Cristo está con nosotros. Podemos descansar en  sus manos amorosas y dejar que Él haga su trabajo de restauración.

Hagamos nuestra oración de David:

Señor, mi corazón no es orgulloso,

    ni son altivos mis ojos;

no busco grandezas desmedidas,

    ni proezas que excedan a mis fuerzas.

 Todo lo contrario:

    he calmado y aquietado mis ansias.

Soy como un niño recién amamantado en el regazo de su madre.

    ¡Mi alma es como un niño recién amamantado!

 Israel, pon tu esperanza en el Señor

    desde ahora y para siempre. Salmos 131

Un ejercicio de respiración para abrazar la quietud:

1. Encuentra un lugar tranquilo y relájate. No pongas música. Disfruta el silencio y siente la quietud. Respira profundamente, inhala y exhala.

2. Abre tus manos y gíralas hacia arriba, como si estuvieras ofreciendo a alguien.

3. A medida que exhalas, libera el estrés y la presión de ese momento. Permite que Dios se lo lleve. Puede que sientas que te quitan un peso de encima.

4. Al inhalar, recibe nuevamente la paz de Dios, el bálsamo sanador de su presencia. Deja que te inunde.

Permanece en este lugar de paz tanto tiempo como lo necesites, y repita la respiración tanto como quiera.