El miedo entró como una niebla de verano en las montañas, aparentemente ligero e inocente, pero cuando me di cuenta de lo que había pasado estaba paralizado por el temor y no podía ver la salida. Me acosté en mi cama esa noche temblando de miedo porque estaba convencida de que mi matrimonio se estaba acabando y mi marido de casi 20 años iba a abandonarme a mí y a nuestros cuatro hijos. Llegó tarde otra vez, estuvo “trabajando” y entreteniendo a los clientes. No contestaba al teléfono y yo estaba impaciente de oír su voz.
Esto no era inusual, él trabajaba hasta tarde muchas noches, pero lo que era diferente era mi actitud interna frente a la situación. Mi marido me había dado un beso de despedida esa mañana recordándome su evento nocturno y diciéndome que saldríamos en una cita más tarde en la semana. Entonces, ¿por qué era esta noche tan diferente? El miedo no surgió de la noche a la mañana aunque se sintiera así, los pensamientos venían y se iban a menudo en los últimos meses a medida que la agenda de mi marido se ponía más y más ocupada. Al principio fue fácil rechazar los pensamientos que se abrían paso a través de mi corazón. Cosas tontas como:
” El casi se olvidó de besarte esta mañana, e eso significa que realmente no le importas”.
“¿Qué? Otra vez no te agradeció la cena que le preparaste. Él no valora todo lo que haces por él”.
Esos pensamientos se arraigaron y se convirtieron en convicciones en mi mente y mi corazón se rompía en un millón de pedazos. Tenía pánico tratando de averiguar cómo cuidar de mis cuatro hijos sin mi marido alrededor.
Esa noche ya no pude negar que estaba en problemas y tuve que acudir a quien sabía que tenía la respuesta, JESÚS. Desearía poder decir que esa noche oré, y todas mis dudas y preocupaciones desaparecieron, pero hubo muchas otras noches en las que luché contra mis pensamientos, y eso fue exactamente TODO lo que fueron, pensamientos.
Nada de eso era cierto, mi marido me amaba, incluso diría que me adoraba. Puede que haya estado un poco más distraído durante este tiempo mientras hacía todo lo posible para mantener a una familia en crecimiento en una economía difícil, las horas extras no eran para escapar de nuestra familia y matrimonio sino para sustentarnos y cuidarnos de la manera que él sabía.
Mis pensamientos habían sacado lo mejor de mí. Mis pensamientos se habían convertido en emociones que lo consumían todo. Le rogué a Dios que los eliminara, que me ayudara a detenerlos, que fuera un buen cristiano creyendo en lo que Dios decía sobre llevar cautivos mis pensamientos. Ninguna de estas súplicas pareció funcionar, así que una noche, mientras mi marido trabajaba hasta tarde, escuché la voz de quien más me amaba decirme: “En lugar de rogarme que me los quite, ¿por qué no me preguntas por qué tienes estos pensamientos?”
Nunca se me había ocurrido que los pensamientos fueran otra cosa que la ridícula imaginación de un ama de casa solitaria. Esa noche hice eso, le pedí a Dios que me mostrara la raíz del miedo a ser abandonada. ¿De dónde vinieron las semillas de la duda y el miedo?
Tuve una infancia increíble. Era la niña más segura de todas las que crecerían a mi alrededor, así que, ¿de dónde vino esta ansiedad y angustia?
Dios me recordó otra de esas noches en las que, incluso en medio de una familia sana y segura, me encontré como una niña de 12 años en un lugar inseguro, con la persona equivocada en el momento equivocado. Este acontecimiento único que había guardado bajo la alfombra de los recuerdos perdidos nunca fue realmente olvidado. Esa experiencia, me diera o no cuenta, había tenido un impacto en mi corazón y mi alma.
Dios me mostró que aquí fue donde la semilla de la duda y el miedo se había plantado sin querer. Había permanecido latente durante muchos años hasta que mis circunstancias actuales habían regado esa semilla y así el miedo al abandono creció hasta convertirse en una maleza madura.
Gracias a mi familia, a mi amor por Jesús y a estar rodeada de mujeres increíbles, con las que me sentía segura, pude compartir mi experiencia. Sus sabios consejos y su amor, ayudaron a mi cambio.
La sanidad que Dios hizo en mi corazón, fue un proceso. Me hizo volver a mi marido y me ayudó a verme a mí misma bajo una perspectiva nueva.
Todos hemos tenido experiencias dolorosas en nuestra vida y como resultado nos sentimos no amados e insignificantes. Dios estuvo justo ahí en medio de mi angustia y sufrimiento. Aunque Él no causó el dolor, me dio a elegir qué hacer al respecto. Me permitió decir sí a su amor y no al dolor y al rechazo que tan fácilmente podría haber representado mi identidad.
Las experiencias dolorosas son parte de vivir en un mundo que se ha alejado de su Creador. Lo que hacemos con ellas es nuestra responsabilidad, pero no tenemos que hacer esto solos. Tenemos la promesa de nuestro Consolador el Espíritu Santo que anhela vernos caminar en libertad.
“Y yo le pediré al Padre y él les dará otro Consejero, el Espíritu Santo de la Verdad, que será para ustedes un amigo como yo, y nunca los dejará. El mundo no lo recibirá porque no pueden verlo ni conocerlo. Pero ustedes lo conocerán íntimamente, porque él hará su hogar en ustedes y vivirá dentro de ustedes” (Juan 14:16-17 PDT)
No vivas esta vida solo, nuestro amigo el Espíritu Santo quiere que caminemos en libertad y que salgamos del dolor de nuestras experiencias para llegar al amor que Jesús nos ofrece. Conociéndolo íntimamente y siendo conocido por él es como encontré la libertad.