Dos de los componentes que pueden resumir muy bien el rumbo de la vida son las relaciones y las decisiones. Ambas se conjugan de manera muy particular para ir forjando a la persona en quien deseamos convertirnos.
Al mismo tiempo, ambas son sumamente complejas. Si no fuera así, no tendríamos tantos libros acerca de matrimonio, familia, cómo llevarnos bien con personas difíciles, cómo aprender a escuchar o a perdonar. Si fuera fácil, ¡todos lo haríamos siempre bien! Lo mismo en cuanto a tomar decisiones. Tenemos libros, cursos online, conferencias, seminarios, talleres.
No existe una fórmula única que garantice el éxito. Más bien parece que es una cuestión de prueba y error.
Sin embargo, un factor determinante para discriminar las opciones es entender nuestro propósito de vida. Cuando tenemos claridad acerca de ese destino al que debemos dirigirnos, podemos seleccionar la mejor ruta posible. Con ese discernimiento, es mucho más fácil identificar aquellos caminos equivocados, o incluso peligrosos.
Ahora bien, ¿cuál es ese propósito de vida? ¿Cómo podemos saber ese sentido de finalidad u objetivo de lo que somos y hacemos?
Sin Cristo, el texto bíblico nos presenta la trágica noticia de nuestra perdición. Por causa del pecado, estamos bajo condena, sin esperanza. Podríamos realizar cuanto esfuerzo estuviera a nuestro alcance por reparar el problema y jamás llegaríamos a resolverlo. En el camino, incluso sería posible hacer algunas cosas bien, o lograr cosas buenas, pero todo sería inútil. Leemos en Mateo 16:24-26: “Luego dijo Jesús a sus discípulos: —Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará. ¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida? ¿O qué se puede dar a cambio de la vida?”
Nuestro propósito de vida no es el éxito meramente terrenal. Existe una dimensión sobrenatural que solamente se obtiene por la obra de Dios a nuestro favor.
En Cristo tenemos una vida nueva, plena, eterna, sobrenatural. Es un regalo que recibimos de manera totalmente inmerecida. Efesios 2:8,9 lo afirma de manera contundente: “Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte.” Este rescate divino incluye un nuevo objetivo de vida también. Mira el siguiente verso, 10: “Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica.”
Si tenemos una nueva identidad en Cristo, tenemos un nuevo propósito también en Cristo. A diario debemos vivir ese plan de Dios, bueno, perfecto, que le honra (Romanos 12:2b). Mientras más puedas conocer tu identidad y misión por medio del estudio de su Palabra, mejores decisiones podrás tomar y mejores relaciones podrás desarrollar.
Vivamos día a día lo que se alinea con el plan de Dios para nosotros. Busca a cada paso ir en pos de su propósito para ti en Cristo Jesús. ¿Algo mejor que eso? Imposible.