Se dice que en medio de un conflicto interpersonal existen tres tipos de comunicación. La primera es conocida como agresiva. Esta es la respuesta dura, que ataca y lastima. Deja una herida porque atropella los derechos de otros. Por lo general no ayuda a resolver el problema, sino que hace subir la tensión. Así describe Proverbios a la respuesta áspera (Proverbios 15:1).

La segunda se llama comunicación pasiva. Es el extremo opuesto a la agresión; en lugar de lastimar, permite que el otro lastime. Cede de manera malsana al abuso permaneciendo inerte ante el atropello de sus derechos. Este tipo de respuesta coloca voluntariamente a la persona en posición de víctima. Por supuesto, tampoco provee una solución.

Dado que estas son las dos principales tendencias, vale la pena una breve introspección. ¿Hacia dónde te inclinas cuando existe un problema con alguien más? ¿Tu reacción es principalmente agresiva o pasiva?

Ambas posturas reflejan un alto grado de egocentrismo. Son peligrosas, y debemos evitarlas a toda costa. Los especialistas describen una tercera posición como asertiva. Esta es la manera de dialogar respetando los derechos de los demás y dando a respetar los propios. Es la clase de comunicación que procura tanto escuchar para comprender a la otra parte, como ser escuchado para ser comprendido. De esta forma, estamos en la mejor posición para encontrar una forma efectiva de resolver el conflicto. 

Como hijos de Dios, funcionamos en una de dos posibles modalidades incompatibles. Gálatas 5:16 nos recuerda que podemos caminar siendo controlados por nuestra naturaleza pecaminosa o bien andar siendo dirigidos por el Espíritu de Dios. Son las únicas dos alternativas, excluyentes entre sí. 

Por ello, nuestra forma de tratar a otras personas refleja quién está controlando nuestra mente, nuestro corazón, nuestras actitudes, y por supuesto, nuestras palabras. De hecho, si lees el verso 20 de Gálatas 5 identificarás fácilmente los roces interpersonales no resueltos, conflictos serios entre hermanos, provocados por un actuar conducido por la naturaleza pecaminosa, la carne. Por el contrario, alguien guiado por el Espíritu, es decir, alguien espiritual, produce actitudes y comportamientos completamente diferentes. Mira los versos 22 y 23 del mismo capítulo. 

Las tensiones con aquellos que nos rodean son básicamente normales, en el sentido de que no debe sorprendernos que ocurran. Cada persona es un mundo; tiene puntos de vista diferentes, experiencias y expectativas diferentes, formas de actuar diferentes, etc. A eso agreguemos el factor de los malentendidos, problemas de interpretación, prejuicios, y más. ¡Es de esperar entonces que ocurran conflictos!

Los cristianos en Galacia enfrentaban todavía algo más grave. Tenían un fuerte conflicto unos con otros por aspectos teológicos. Unos defendían que para poder acercarse a Dios era indispensable obedecer al pie de la letra todos los rituales de la Ley judía. Era un legalismo basado en obras. Otros atacaban esta postura argumentando que la gracia ha liberado de esa esclavitud, por lo tanto, cada uno puede dar rienda suelta a sus deseos sin restricción. Era un liberalismo sin santidad. Ambos creían estar en lo correcto, pero ambos estaban terriblemente equivocados. Ninguno era espiritual, y le mejor evidencia era como se trataban entre sí. Gálatas 5:15 describe sus actitudes: se mordían y devoraban unos a otros. 

Nuestras palabras, actitudes y trato a los demás son un indicador del estado de nuestro corazón. Indistintamente de cualquier tensión que ocurra con otros (¡y va a ocurrir!) podemos detenernos y escoger quién queremos que nos controle: la naturaleza pecaminosa o el Espíritu de Dios. No es solo un asunto de comunicación, es también de espiritualidad.