¿Alguna vez has derribado por error lo que alguien más trataba de levantar? Me refiero a esas situaciones en las que sin querer topas en la mesa donde un niño levanta una pirámide, o alguien juega Jenga, o quizás construye una torre con cartas o una fila de domino. Digo, lo tiraste por error, sin desearlo. Porque también es cierto que siempre hay un travieso que quiere hacer maldad a propósito. 

Aunque los ejemplos aquí descritos no son terriblemente graves, pueden generar una reacción hostil. Al menos, un rato de enojo y reclamo. 

¿Qué de aquellas situaciones donde lo que se cayó es más profundo? No un objeto, sino el interior de una persona; tal vez su autoestima, su confianza en sí misma, su alegría, o su paz. 

Cada uno de nosotros tiene una capacidad impresionante para dejar una huella positiva en otros o una herida. En ocasiones, basta una simple mirada. A veces, es con una sola palabra.

Al respecto, el apóstol Pablo les recordó a los creyentes en Éfeso una de las implicaciones de la nueva vida en Cristo. En Efesios 4:22-24 describe cómo los hábitos de vida siguen en transformación. Toda aquella mentalidad y estilo de vida sin Cristo necesita ser quitada, mientras que una mente renovada con nuevos valores debe ser adoptada. Pablo llama a este proceso el despojarse y revestirse. 

A continuación, aborda una serie de aspectos de la vida de los cristianos, que incluyen sobre todo cuestiones de las relaciones interpersonales. Más allá de lo grato de tener un sano trato con otros, existe una dimensión espiritual de suma importancia a considerar. En Cristo somos uno. Como hijos de Dios, somos miembros de una familia espiritual donde debe mantenerse la unidad (Efesios 4:1-4). Todo aquello que venga a separarnos, fragmentarnos, lastimarnos debe ser rechazado.

De allí que Efesios 4:29 aborda el poder de las palabras: “Eviten toda conversación obscena. Por el contrario, que sus palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de bendición para quienes escuchan.” (NVI) Otra traducción lo dice de esta manera: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.” (RV60)

Como podrás notar, tus hermanos en la fe tienen una necesidad vital, y tú y yo podemos hacer un aporte significativo. Cada uno necesita ser edificado. Necesitamos ser personas que invierten en la construcción interna de otros. Nuestras palabras constructivas, dice el verso, son una bendición para quienes las reciben.

El mismo pasaje nos advierte del peligro de las palabras destructivas. Esas son parte de la categoría de lo que debemos evitar; se identifican con la vieja vida, sin Cristo. 

En Cristo, incluso nuestro vocabulario cambia, porque aprendemos a ver a los demás como Cristo los ve. Aprendemos a cuidarlos, como el Señor desea. Amamos, edificamos, construimos. Una conversación así puede fortalecer el alma, dar aliento, desafiar la vida espiritual de otro creyente, recordarle las verdades espirituales, alentarlo a dar pasos de fe. 

Sobre todo, las palabras son como una caja de herramientas que empleamos con el fin de construir nuestro carácter cristiano. Juntos, nos edificamos en amor, para llegar a ser como aquel que es la cabeza del cuerpo, Cristo mismo (Efesios 4:15,16). Que tus palabras y las mías sea un instrumento usado por Dios para bendición espiritual de nuestros hermanos en la fe. Constructores, nunca destructores.